En el número 41 de la revista Tapas, de marzo de 2019, escribí cómo en el Reino Unido de posguerra, cocinas como la española, la italiana y la francesa fueron el anhelo de viajeras que vieron en ellas un refugio del aburrimiento.



Cuando, al acabar la Segunda Guerra Mundial, y tras haber pasado los años de la contienda en Francia, Italia, Grecia y Egipto, Elisabeth David volvió a su Inglaterra natal, empezó a “desarrollar un deseo agónico de sol y un tremendo asco por esa comida terrible, triste y sin corazón”. Cuatro años después, publicó su primer libro de cocina, A Book of Mediterranean Food (1950), que inspiraría una revolución en la cocina británica que llega hasta hoy, y sin la que quizá Jamie Oliver no escribiría sobre cocina italiana, Marks & Spencer no vendería mezze mediterráneos y en la web de la BBC las recetas italianas, griegas y españolas no tendrían sección propia.
Ayunos…
A Book of Mediterranean Food apareció, escribió David, “cuando casi cualquier ingrediente para la buena cocina estaba racionado o bien era inalcanzable” en Reino Unido. El racionamiento duraría hasta 1954 y aún no se podían comprar con libertad azúcar, mantequilla, queso, beicon o té. Fue la época del spam (carne de cerdo enlatada, muy popular pero poco apetecible) rebozado, la fruta de lata con leche evaporada y el llamado National Loaf, un pan grisáceo y vitaminado, más querido por políticos y nutricionistas que por los británicos de a pie.
Los ingredientes para sus recetas eran imposibles de conseguir pero, para David, lo estimulante era pensar en los platos, “escapar del aburrimiento mortal de hacer colas y de la frustración de comprar raciones semanales; leer sobre comida real cocinada con vino y aceite de oliva, huevos y mantequilla y crema, y sabrosos platos con cebollas, ajo, hierbas y vegetales del sur de vivos colores”. Así, entre referencias literarias e ilustraciones de escenas portuarias, era posible imaginar unos moules marinières, una paella valenciana, un spanakopita o unas dolmades, mientras el aceite de oliva se seguía vendiendo en las farmacias para “uso externo”.
Plat du jour
El fin del racionamiento y el gradual aumento de los salarios favorecieron la mayor disponibilidad de productos y un deseo de comer bien que entonces implicaba, básicamente, cualquier cosa que no fuera cocina local. Pero aunque David afirmaba en 1955 que “tan extraordinariamente diferente es la situación de la comida ahora (…) que difícilmente habrá en este libro algún ingrediente, por exótico que sea, que no se pueda obtener en el país”, eso no era del todo cierto. Más allá de las tiendas del Soho londinense, las cosas no cambiaron con tanta rapidez y los alimentos que habían estado racionados no se volvieron abundantes de repente, por no hablar de productos de lujo como el aceite de oliva, los limones o las anchoas. Es más, fue entonces cuando, gracias al auge de los supermercados, las mejoras tecnológicas y la incorporación de la mujer al mercado laboral, los alimentos congelados y las comidas preparadas empezaron a formar parte de la dieta británica.
Sin embargo, la idea de cierta economía doméstica sí estuvo presente en algunos de los libros que se publicaron entonces. En 1955, David hizo el informe editorial de un manuscrito que se convertiría en un pequeño éxito, Plats du Jour (1957). Sus autoras, Patience Gray y Primrose Boyd, también mujeres de clase media-alta que habían viajado por Europa durante su juventud, escribieron que “la falta de medios es igualmente un rasgo familiar de nuestra vida cotidiana en Inglaterra, y (…) desarrollamos por separado una manera de cocinar en la que varios platos fueron reemplazados por un único plat du jour acompañado, normalmente, por una ensalada verde, un queso digno y fruta de temporada, y, siempre que fuera posible, por una botella de vino”. Entre estupendas ilustraciones de bodegones y escenas de mercados y vendedores ambulantes, el libro incluía recetas, que las autoras habían probado en España, Francia o Italia y podían adaptarse a los medios que tenía una madre trabajadora británica.
Aunque parecía que la sopa avgolemono, de limón y huevo, el risotto con marisco y el pesto genovés estaban al alcance de cualquiera, estos libros estaban destinados a lectores que, como su autoras, eran de clase alta o media-alta, sofisticados y urbanos. Y, en especial, a una generación de mujeres que no tuvo que aprender a cocinar hasta que el servicio doméstico fue enviado a trabajar a las fábricas durante la Gran Depresión y la guerra.
…y festines
Davis y Gray se convirtieron en dos influyentes escritoras. Fueron rivales, pero también se admiraron mutuamente y compartieron amigos. Uno de ellos fue Irving Davis, un gastrónomo y anticuario que recorrió durante gran parte de su vida Francia, Italia y España. Con él, Gray viajó en 1960 por primera vez a El Vendrell, en Tarragona, a la casa del escultor Apel·les Fenosa y su esposa, Nicole, a lo que hoy es la Fundación Apel-les Fenosa. El lugar fue durante años centro de reunión de artistas, poetas, y de un grupo de ingleses fascinados por la cocina catalana, que mantenían sesudas discusiones sobre el pan con tomate y comían, bajo la higuera del patio, ensaladas de tomate verde, cebolla y anchoas, pescados a la brasa en verano, paellas, judías con patatas y espinacas con pasas y piñones, mientras bebían vino de un porrón. En su libro más importante, Honey from a Weed (1986), donde Gray recopila memorias de viajes y de cocinas, recetas y apuntes históricos, recuerda el descubrimiento de los “aspectos frugales y festivos de la vida catalana”. Y reproduce algunas de las comidas en El Vendrell que durante años Davis apuntó en una pequeña libreta negra y que, a su muerte, Gray reunió en A Catalan Cookery Book (1969), subtitulado “una colección de recetas imposibles”: perdices con col, escalivada o sopa de rape. Aquellos apuntes eran ininteligibles, sus instrucciones vagas y los ingredientes imposibles de encontrar, pero su intención había sido preservar las recetas de un mundo que se acababa.
Lo cierto es que el mundo cambiaba. Frente al Grand Tour, que todavía había inspirado a los viajeros anglosajones de entreguerras, los paquetes vacacionales hicieron que los viajes al extranjero fueran asequibles, y en 1968, un tercio de los británicos que veraneaba en el extranjero lo hacía en España. Entonces, el interés por la cocina ya no se limitaba a las clases altas y los turistas adoptaban los gustos culinarios de los países que visitaban. Mientras España se llenaba de chiringuitos y el menú turístico prometía buena comida por un módico precio, la publicación de Tía Victoria’s Spanish Kitchen (1963), la traducción de un éxito de la época, Sabores, de Victoria Serra, enseñaba a cocinar en casa gazpacho, paella y croquetas.
Muchos de los autores que escribieron los primeros libros de cocina mediterránea tras la guerra no son hoy demasiado conocidos, aunque su influencia posterior ha sido muy importante en todo el mundo anglosajón. Quizá, precisamente porque abandonó “la vida moderna”, el legado de Patience Gray está más vigente y su figura resulta hoy más atractiva. Gray viajó durante años por el Mediterráneo con su pareja, el escultor Norman Mommens, a la búsqueda de mármol y piedra, hasta acabar en el agreste Salento italiano, viviendo en una granja con vistas al mar y campos de olivos, cuya casa no tenía electricidad ni agua caliente, y con los mismos medios que los campesinos de la zona. “Cuando la providencia aporta los medios, preparar y compartir la comida adquieren un aspecto sagrado. El hecho de que cada cultivo dure poco promueve un espíritu de hacer lo mejor de él mientras dura y conservar parte de él para su uso futuro. También lleva a períodos de ayuno y de festines”.