El exquisito placer de la crítica

En el número 28 de la revista Tapas, de noviembre de 2017, publiqué una historia sobre Craig Claiborne, su papel fundamental en el mundo gastronómico que conocemos y sus memorables fiestas y banquetes.

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En 1990, Alain Ducasse, que entonces era el joven chef del restaurante Le Louis XV del Hôtel de París, en Montecarlo, organizó una fiesta de cumpleaños que duró tres días. La convocatoria, a la que acudieron chefs de todo el mundo, se concibió como un encuentro internacional de cocineros, una serie de comidas que incluía una suntuosa cena de celebración y un escaparate para los muchos promotores del acontecimiento. La desmesura era tal, que días antes de la fiesta el invitado principal decía: «¡No vendrá nadie! ¡Es tan excesivo y tan caro!».

Quien exclamaba esto era Craig Claiborne, el editor gastronómico de The New York Times, que celebraba su 70 cumpleaños. En 1968, Nora Ephron, la brillante cronista de la vida neoyorquina, le describía, en un artículo sobre las rencillas y los cotilleos en el mundillo gastronómico de la época, como «un hombre del Misisipi que habla en voz baja, lleva gafas para leer y tiene una cara angelical y sonrosada que parece un melocotón, probablemente es el hombre más poderoso en el establishment gastronómico».

Apenas habían pasado entonces once años desde que Claiborne se había convertido en el primer hombre a cargo de las llamadas «páginas para mujeres» del periódico, y solo seis desde que había empezado a escribir los viernes unos apuntes sobre restaurantes que, con los años, se convirtieron en críticas gastronómicas. Sus reglas fijaron el que continúa siendo el modelo vigente en The Times: la crítica independiente de cualquier publicidad, la valoración de una a cuatro estrellas, el intento de comer acompañado y de forma anónima, las tres visitas al restaurante antes de emitir un juicio, y que el periódico pague las comidas.

Con estas directrices Craigborne intentó, como escribe Thomas McNamee en la biografía The Man Who Changed the Way We Eat, «hacer su trabajo con el mismo rigor y la seriedad» que se exigía en las otras secciones del periódico porque «se veía a sí mismo como un crítico al mismo nivel que los críticos de libros, arte, música y teatro». Pero además, contaba Ephron, desde su posición «ha sido capaz de hundir al menos un restaurante, llenar otros hasta arriba de clientes y jugar un papel decisivo en el desarrollo de nuevos gustos». Así, aunque su francofilia era evidente, logró que los neoyorquinos conocieran la cocina italiana, española o asiática, buscasen en las afueras de su ciudad pequeños restaurantes húngaros, filipinos o libaneses, y leyeran estupendas críticas, tanto de restaurantes de alta cocina como de cadenas de bocadillos o dónuts.

Pero Claiborne también era capaz de ser un esnob, y le gustaba el lujo. El personaje tímido y lacónico, de personalidad atormentada y difícil, tenía una faceta extravagante y frívola. Su idea de una última comida memorable, por ejemplo, consistía en caviar, lubina con salsa de champán, pichón relleno de trufas y foie gras, endivias braseadas, ensalada de berros y lechuga trocadero, queso brie y sorbete de pomelo. Todo esto acompañado de vodka y una selección de vinos franceses que incluía un Romanée-Conti de 1959 que costaba 200 dólares la botella. Esa fue su respuesta a la pregunta que planteaba el artículo con el que regresó al periódico en enero de 1974, tras un paréntesis de cuatro años: «¿Qué pedirías si se te concediera un último festín en este mundo?». Y añadió que esa «última comida no sería en solitario. De ninguna manera. Me gustaría compartirla con mis mejores amigos, siete de ellos». El precio del menú, preparado en casa, ascendía a 900 dólares (el equivalente a unos 4.700 dólares actuales), aunque reconocía que sin el caviar y los vinos «podría reducirse a unos 90 dólares» (470 dólares actuales).

«UN FESTÍN PARA REÍR»

Y es que además de ser un periodista incansable, talentoso e íntegro, Claiborne tenía un gran sentido del espectáculo y de la publicidad, que estaba presente en sus famosas fiestas de cumpleaños y en los banquetes memorables y excesivos que solía preparar en la cocina de su casa de East Hampton, en Nueva York. Una de las más recordadas fue la que organizó en septiembre de 1982 para celebrar su 62 cumpleaños, a la que llamó como el libro de memorias que publicaría en breve, A Feast Made for Laughter. Si te considerabas alguien en el mundo gastronómico, editorial o del espectáculo habría sido una desgracia no estar invitado. Acudieron treinta y seis chefs de todo el país y del extranjero que prepararon en su cocina, y en las de las casas de los alrededores, un banquete para doscientos invitados —aunque al final se presentaran cuatrocientos, que tuvieron que repartirse por las diferentes estancias de la casa y el jardín—. Durante los dos días de preparación, la bahía se inundó del olor de platos de todos los lugares: jambalaya y gumbo de gambas, pavo con mole poblano, pollo tandoori, churrasco brasileño, siluro frito con hush puppies de maíz, cordero asado al espeto, bullabesa, tortellini, entre otros muchos.

Pero cualquier tipo de ocasión era bueno para organizar una fiesta inolvidable. En agosto de 1965, anunció que «el pícnic más espléndido de todos los tiempos» tendría lugar en la isla Gardiner —una isla privada que podía verse desde su casa de East Hampton— para unos pocos amigos famosos y chefs. Esta vez, además de su periódico, la revista Life publicó un reportaje del pícnic donde una de las fotografías muestra a una docena de invitados bailando en la arena de la playa, detrás de un elaborado banquete cocinado en gran parte con productos de la isla o de sus aguas. Estaba compuesto, entre otros platos, de mejillones ravigote, paté de ternera, ceviche de pescado, ensalada verde, pescado azul cocinado en vinagre y vino blanco, pichón a la parrilla, langosta fría rellena, una mezcla de diferentes bayas, queso, pan francés y varias cajas de buen vino.

UNA CENA PARA DOS EN PARÍS

Pero, sin duda, el banquete más recordado de Claiborne fue el que apareció en la portada de The New York Times el 14 de noviembre de 1975 con el título «Una tranquila cena para dos en París: 31 platos, nueve vinos, una cuenta de 4.000 dólares» (equivalentes a unos 17.700 dólares actuales).

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Claiborne había ganado ese banquete desde su casa, en una subasta para recaudar fondos que vio en la televisión. Con una puja de 300 dólares consiguió el premio que consistía en una cena para dos en cualquier restaurante del mundo sin importar el precio, con la única condición de que se pudiera pagar con la tarjeta American Express, que era quien patrocinaba el premio (y que solo se dio cuenta de lo que había hecho cuando terminó la subasta, aunque a la larga obtuvo una publicidad impagable).

Claiborne compartiría la cena con el chef Pierre Franey, su amigo y colaborador de muchos años. Ambos fantasearon durante semanas qué comer y beber. Querían algo ridículamente caro y exquisito, en un sitio no demasiado conocido, y que un vulgar millonario no pudiera conseguir. Al final, tras una visita previa, se decantaron por Chez Denis, en París, un pequeño restaurante cercano al Arco del Triunfo. Denis Lahana, su propietario, preparó a petición de los norteamericanos «la cená más sofisticada de Europa» para lo que él creía que sería un cumpleaños.

El banquete duró cinco horas y se sirvieron treinta y un platos en diferentes servicios, además de nueve vinos, el más joven un borgoña blanco de seis años y el más añejo un Madeira de ciento cuarenta años. Entre los platos: caviar beluga, consomé de pato, foie gras, hortelanos, chartreuse de perdiz, carne asada de vaca limousin con salsa de trufas o carlota de fresas salvajes.

¿Fue una cena perfecta? No para Claiborne, que encontró que la presentación de algunos platos, sobre todo los fríos, había sido algo vulgar. Y que, a pesar de la preparación ejemplar del menú, la langosta con salsa y trufas gratinada estaba un poco correosa y el plato de ostras con salsa de mantequilla había llegado templado a la mesa. Aun así estimó que «no podíamos haber hecho una mejor elección, considerando las circunstancias de tiempo y lugar» y que la cena había sido inolvidable.

La cena en París aumentó la reputación de Claiborne como personaje audaz y distinguido y le hizo famoso, pero también fue muy criticada. Lo cierto es que esos días la ciudad de Nueva York se enfrentaba al colapso financiero, aumentaban los delitos y el desempleo, el precio del petróleo crecía sin control y, aunque había recesión, la inflación subía. El periódico recibió, en cinco días, más de doscientas cincuenta cartas airadas mostrando su rechazo a «una de las cosas más indignantes publicadas recientemente», y una semana después las quejas eran casi el doble.

Con el tiempo, Claiborne ha pasado a formar parte de la mitología culinaria estadounidense y se le reconoce su papel fundamental en la creación del mundo gastronómico que conocemos, pero es difícil olvidar su legendaria capacidad para comer. En enero del año 2000, su obituario recordaba su «aventura gastronómica más notoria» y el momento en que Claiborne y Franey abandonaron Chez Denis. Franey le pidió a su acompañante que resumiera la experiencia. «¿Sabes lo que fue realmente increíble de esa comida?», le respondió Claiborne, »En realidad, no me encuentro tan lleno».