En el número 21 de la revista Tapas, de marzo de 2017, publiqué una breve historia de los restaurantes automáticos, desde su invención a finales de siglo XIX en Alemania hasta la Gran Vía madrileña en los años 30, pasando por los Horn & Hadart neoyorquinos.



Si la tecnología nos conduce hacia un mundo sin trabajo es una discusión que ha estado presente desde que, a mediados del siglo XIX en Inglaterra, se inventaron máquinas como la expendedora de sellos o el semáforo. Ahora vuelve a estar de moda y hechos como la apertura del supermercado Amazon Go de Seattle, donde no hay cajeros ni dependientes, o de un local de la cadena de restaurantes Eatsa, el último en Nueva York el pasado diciembre, son noticia en los medios de comunicación. En Eatsa puede que los platos vegetarianos y de quinua sean excelentes, pero es la ausencia de contacto humano —el menú se elige y paga con una aplicación instalada en un móvil o ipad y se recoge de unas cajas transparentes con pantalla LCD incrustadas en la pared del local— lo que revive viejas polémicas: para unos la falta de camareros es una forma de hacer los restaurantes más baratos y eficientes; para otros, el ejemplo definitivo de que las máquinas acabarán con los puestos de trabajo para humanos.
La fantasía futurista del restaurante sin camareros tampoco es una novedad. En el Madrid de los años 30 del siglo pasado, después de ver una película en la Gran Vía, donde los nuevos cines y teatros convivían con oficinas, edificios multifuncionales, salas de fiesta y cafeterías americanas, estaba de moda ir a tomar un bocadillo y una bebida al Bar Automático Tánger. Un «automático» era un restaurante de comida rápida, moderno, económico e higiénico, donde los platos y bebidas se servían a través de máquinas expendedoras y, al menos en teoría, no había camareros. Como decía una publicidad de la época, todo estaba «al alcance de la mano».
Tánger estaba en el actual número 33 de la Gran Vía, donde hoy se encuentra una tienda de ropa interior, y su modelo era el restaurante automático que existía en EE. UU. desde hacía más de treinta años, lo opuesto al tradicional café madrileño decorado con terciopelos, molduras y espejos. El nombre del local, que entonces evocaba a la ciudad internacional, cosmopolita y exótica, se iluminaba con grandes letras de neón sobre la entrada acristalada. En el interior, donde una de las paredes estaba ocupada por los expendedores de comida y bebida y la otra por una gran barra, unas luces indirectas iluminaban la decoración moderna y de líneas puras. Su funcionamiento era similar al del restaurante que Julio Camba había descrito en el libro La ciudad automática (1932), que reúne sus crónicas como corresponsal del periódico ABC en Nueva York, porque el automático supuso, a pesar de las singularidades con las que se adaptó en cada país, el primer ejemplo de restaurante estándar a escala global.
La «técnica del restaurante automático», según Camba, consistía en: «Yo entro en el restaurante automático y, con un dólar en la mano, me dirijo a un mostrador circular, donde una señorita muy rubia (…) me lo cambia automáticamente, y sin que yo tenga que decirle una sola palabra, en monedas de níquel (…). Y, ya provisto de estas monedas, no hay dificultades para mí. A todo lo largo de las paredes, los manjares más diversos y las comidas más varias yacen en unas urnas de cristal. En una sección de quince pequeños departamentos hay un letrero que reza: «Panes». En otra de treinta se lee: «Pastelería». Aquí dice «Bebidas frías». Allí «Bebidas heladas». Allá «Bebidas calientes» (…). Yo voy, vengo, doy vueltas y más vueltas, y cada vez que una cosa me apetece echo en la ranura los níqueles necesarios, y se produce el milagro. La urna de cristal se ilumina vivamente, suenan unos goznes, hay una puertecita que se abre».
Sin embargo el restaurante automático fue un invento alemán que los americanos adoptaron, y se apropiaron, con rapidez. De hecho, Camba ya lo había utilizado veinte años antes durante su corresponsalía en Berlín, donde el primer restaurante automático, Automat, se había inaugurado en 1896. En aquel momento, cuando ya se discutía sobre la vida mecánica, automática o científica, le había parecido un invento horrible y absolutamente incompatible con el carácter español.
Automat nació de la asociación de Max Sielaff, un empresario e ingeniero alemán que había inventado varias maquinas expendedoras, con el fabricante de chocolates Ludwig Stollwerk. Respondía a la moda de las máquinas expendedoras que funcionaban con monedas o fichas pero también a los cambios que en esos años, entre finales del siglo XIX y principios del XX, se produjeron en las ciudades de los países industrializados, sobre todo en Europa del norte y EE. UU. Estos cambios fueron sociales y tecnológicos, pero también en la cocina y las formas de comer: la cocina burguesa se amplió a las nuevas clases medias asalariadas y obreras que crecían rápidamente y que acabaron constituyendo la mayoría de la población, y surgió la necesidad de alimentar durante la hora del almuerzo a un gran número de trabajadores, hombres y mujeres, lo que conllevó la aparición de la comida rápida tal como la entendemos hoy.
Los automáticos Sielaff, que combinaban lujo, higiene y alimentos baratos y de calidad, se extendieron rápidamente por Alemania. Eran locales de estética art noveau, adornados con mármoles, espejos y grandes lámparas con luces eléctricas, donde las maquinas expendedoras mostraban en sus urnas transparentes primero bocadillos y más tarde también comidas calientes.
Este modelo fue el que se exportó literalmente a EE. UU., donde en 1902 se inauguraron los dos primeros restaurantes. Se vendían totalmente equipados y, según un artículo de The St. Paul Globle de Minnesota, el de Nueva York «fue trasladado físicamente desde Berlín, incluso la fachada» y conservaba los motivos germanos en la decoración de las paredes y los espejos. El de Filadelfia fue además el primer automático de la cadena de restaurantes Horn & Hadart que, en pocos años y solo con locales en Nueva York y Filadelfia, se convertiría en la mayor del mundo. Con el tiempo, los locales de Horn & Hadart perdieron parte del lujo pero aumentaron mucho la oferta de comida, incorporaron una cafetería y convirtieron el café —en Nueva York se decía que era el mejor de la ciudad— en un elemento central.
El automático fue bien recibido por las nuevas clases medias americanas que demandaban restaurantes más igualitarios y consideraban la propina una costumbre servil que no era ni americana —era una tradición europea importada tras la Guerra de Secesión— ni democrática, y que permitía a los ricos mantener el monopolio de los privilegios en los restaurantes de lujo. Cuando los restaurantes se negaron a eliminar las propinas, surgieron las fantasías igualitarias de camareros mecánicos y restaurantes sin servicio. Así que, en cierto sentido, el automático formó parte de esta democratización del restaurante (aunque no para los negros y los inmigrantes, que permanecieron en el lado oculto de las máquinas) y además se convirtió en un lugar seguro donde las mujeres trabajadoras podían comer solas una buena comida rápida y barata. Cuando en 1927 Edward Hopper pintó Automat, los neoyorquinos reconocieron en el cuadro las mesas redondas de mármol y las sillas de roble en las que una mujer sola toma café. Las mismas que aparecen por primera vez en la película de 1934 Sadie McKee, donde una hambrienta y sola Joan Crawford busca consuelo en un café.
Los restaurantes automáticos se extendieron por todo el mundo. De Marruecos a Argentina y de Sudáfrica a las grandes ciudades europeas. En España la información que se conserva sobre ellos es muy escasa, pero al menos en Barcelona y Madrid existieron varios que simbolizaron la vida moderna de su época, la de las prisas y los horarios subvertidos. Fueron el signo de una transformación de las costumbres, pero también de un cierto progreso y cosmopolitismo.
En 1936, la filóloga y ensayista María Rosa Alonso escribía en el diario republicano La Prensa, de Santa Cruz de Tenerife, un artículo llamado «Automático y sesión continua». Alonso identificaba indicios de un cambio de época caracterizado por la rapidez, la uniformidad, cierta ligereza y cambios sociales como la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo. Era «un vivir distinto al de ayer. En Madrid, la ciudad de los ‘cafés’, no es un azar que hoy, precisamente hoy, se encuentren llenos los cines de sesión continua y ese curioso bar automático ‘Presto’, donde uno mismo se sirve lo que pide».
Era cierto que en el primer tercio del siglo XX el país, aunque todavía no se podía considerar una sociedad moderna y capitalista, estaba experimentando cambios importantes. Una clase media en expansión ocupaba los ensanches de las grandes ciudades y accedía a nuevos hábitos de consumo. Sin ella, no habrían existido la arquitectura modernista y el racionalismo, la generación del 27, la publicación de tantos periódicos o el desarrollo de nuevas formas de ocio.
Presto Bar Automatic se había inaugurado en Madrid en diciembre de 1934, unos meses antes que Tánger. Se encontraba en la carrera de San Jerónimo, rodeado de teatros, restaurantes, hoteles y oficinas. Estaba «instalado con todo el lujo moderno» y servía desayunos, aperitivos, meriendas, lunchs, cenas hasta las dos de la madrugada, y cafés y sándwiches a la manera americana. Aunque no era el primer automático que se instalaba en Madrid, es probable que fuese el primer local inaugurado como tal. Antes, se habían instalado bares automáticos en la sala de espectáculos el Salón Japonés o el Café Bar Monopol, pero según un artículo de 1929 de la revista La Esfera «defectos de funcionamiento de los aparatos distribuidores o artes de la picaresca para burlar el mecanismo de la máquina, hicieron fracasar en todas partes este invento indudablemente práctico en cuanto ahorra tiempo y personal».
Pero no todos veían con buenos ojos este invento. Para algunos como el periodista Federico Santander, Presto suponía un símbolo claro de la pérdida de las tradiciones, de la frivolidad del arte, la literatura o la gastronomía de su tiempo, más aun «al observar que es paredaño de un restaurante famoso, aquel [Lhardy] cuya historia va unido a la historia española del siglo XIX».
En cualquier caso, los automáticos habían llegado con retraso a Madrid. Cuando se inauguraba Presto, en Barcelona hacía tiempo que varios de ellos funcionaban con éxito. Incluso antes de que Sielaff inaugurase su primer restaurante, el periódico La Vanguardia anunciaba en agosto de 1894 la apertura de un bar automático en la calle Conde del Asalto (hoy Nou de la Rambla): «Es una gran novedad, necesita verse». Es probable que este fuese una copia del Bar automatique, un local inaugurado en París en 1891 donde la gente se reunía a beber en torno a varias fuentes de soda y que se considera un antecedente de Automat.
Más adelante, hay referencias a varios automáticos instalados en torno al Paralelo, que desde finales del siglo XIX era una zona de ocio y espectáculos, y en las ramblas. En julio de 1933, la revista Blanco y Negro anunciaba la inauguración de un «bar sugestivo» en los bajos del renovado hotel Continental (el hotel continúa en funcionamiento, sin el automático, en el número 138 de La Rambla): «Un verdadero acierto. Por lo menos, así lo atestigua el gentío que invade el recinto del bar a todas horas del día y de la noche. Y es que a la gente le place dejarse llevar por el ritmo acelerado y práctico de la corriente moderna: porque el automatismo del bar reside en eso: en dar satisfacción a la prisa con que desenvolvemos nuestra vida y en cumplir con todo escrúpulo los más refinados preceptos de la higiene».
Poco después, la modernidad, los aires cosmopolitas, los debates sobre la vida tecnológica, el ocio de inspiración americana, entre muchas más cosas, se perdieron con la Guerra Civil. En Madrid, los automáticos prácticamente desaparecieron. En Barcelona sobrevivieron algunos años más. El del Continental anunció la liquidación de sus muebles y enseres en 1947, pero todavía en los años 50 en una portada de la revista de historietas TBO titulada «Bar automático» un personaje intentaba engañar a la máquina con una moneda falsa.
Cuando a partir de los años 40 y 50 en España los locales americanos volvieron a ponerse de moda, el modelo fueron los cafés y los diner. En EE. UU., el automático había pasado su época de gloria. En Nueva York, Horn & Hadart se vieron obligados a subir los precios y bajar la calidad, y la comida que una vez había sido barata, excelente y hecha con productos frescos, empezó a prepararse con congelados y precocinados. El último de sus locales cerró en Nueva York en 1991. Para entonces el automat ya formaba parte de la historia y la memoria de la ciudad. Mientras, aquí el automático continua siendo un vago recuerdo de la incipiente y truncada modernidad que vivieron las grandes ciudades españolas en los años 20 y 30 del siglo pasado.